Cuenta la leyenda
que hace mucho tiempo reinaba en cierta parte de la India un rey llamado
Sheram. En una de las batallas en las que participó su ejército perdió a su
hijo, y eso le dejó profundamente consternado. Nada de lo que le ofrecían sus
súbditos lograba alegrarle.
Un buen día un tal Sissa
se presentó en su corte y pidió audiencia. El rey la aceptó y Sissa le presentó
un juego que, aseguró, conseguiría divertirle y alegrarle de nuevo: el
ajedrez.
Después de
explicarle las reglas y entregarle un tablero con sus piezas el rey comenzó a
jugar y se sintió maravillado: jugó y jugó y su pena desapareció en gran parte.
Sissa lo había conseguido.
Sheram, agradecido
por tan preciado regalo, le dijo a Sissa:
- Sissa, quiero
recompensarte dignamente por el ingenioso juego que has inventado.
El sabio contestó
con una inclinación:
– Soy bastante rico
como para poder cumplir tu deseo más elevado –continuó diciendo el rey–. Di la
recompensa que te satisfaga y la recibirás.
Sissa continuó
callado.
– No seas tímido
–le animó el rey-. Expresa tu deseo. No escatimaré nada para satisfacerlo.
– Grande es tu
magnanimidad, soberano. Pero concédeme un corto plazo para meditar la
respuesta. Mañana, tras maduras reflexiones, te comunicaré mi petición.
Cuando al día
siguiente Sissa se presentó de nuevo ante el trono, dejó maravillado al rey con
su petición, por su modestia.
– Soberano –dijo
Sissa–, manda que me entreguen un grano de trigo por la primera casilla del
tablero del ajedrez.
– ¿Un simple grano
de trigo? –contestó admirado el rey.
– Sí, soberano. Por
la segunda casilla ordena que me den dos granos; por la tercera, 4; por la
cuarta, 8; por la quinta, 16; por la sexta, 32…
– Basta –le
interrumpió irritado el rey–. Recibirás el trigo correspondiente a las 64
casillas del tablero de acuerdo con tu deseo; por cada casilla doble cantidad
que por la precedente. Pero has de saber que tu petición es indigna de mi
generosidad. Al pedirme tan mísera recompensa, menosprecias, irreverente, mi
benevolencia. En verdad que, como sabio que eres, deberías haber dado mayor
prueba de respeto ante la bondad de tu soberano. Retírate. Mis servidores te
sacarán un saco con el trigo que necesitas.
Sissa
sonrió, abandonó la sala y quedó esperando a la puerta del palacio.
Durante la comida,
el rey se acordó del inventor del ajedrez y envió para que se enteraran de si
habían entregado ya al reflexivo Sissa su mezquina recompensa.
– Soberano, tu
orden se está cumpliendo –fue la respuesta–. Los matemáticos de la corte
calculan el número de granos que le corresponde.
El rey
frunció el ceño. No estaba acostumbrado a que tardaran tanto en cumplir sus
órdenes.
Por la noche, al
retirarse a descansar, el rey preguntó de nuevo cuánto tiempo hacía que Sissa
había abandonado el palacio con su saco de trigo.
– Soberano –le
contestaron–, tus matemáticos trabajan sin descanso y esperan terminar los
cálculos al amanecer.
– ¿Por qué va tan
despacio este asunto? –gritó iracundo el rey–. Que mañana, antes de que me
despierte, hayan entregado hasta el último grano de trigo. No acostumbro a dar
dos veces una misma orden.
Por la mañana comunicaron
al rey que el matemático mayor de la corte solicitaba audiencia para
presentarle un informe muy importante.
El rey mandó que le
hicieran entrar.
– Antes de comenzar
tu informe –le dijo Sheram–, quiero saber si se ha entregado por fin a Sissa la
mísera recompensa que ha solicitado.
– Precisamente para
eso me he atrevido a presentarme tan temprano –contestó el anciano–. Hemos
calculado escrupulosamente la cantidad total de granos que desea recibir.
Resulta una cifra tan enorme…
– Sea cual fuere su
magnitud –le interrumpió con altivez el rey– mis graneros no empobrecerán. He
prometido darle esa recompensa y, por lo tanto, hay que entregársela.
– Soberano, no
depende de tu voluntad el cumplir semejante deseo. En todos tus graneros no
existe la cantidad de trigo que exige Sissa. Tampoco existe en los graneros de
todo el reino. Hasta los graneros del mundo entero son insuficientes. Si deseas
entregar sin falta la recompensa prometida, ordena que todos los reinos de la
Tierra se conviertan en labrantíos, manda desecar los mares y océanos, ordena fundir
el hielo y la nieve que cubren los lejanos desiertos del Norte. Que todo el
espacio sea totalmente sembrado de trigo, y toda la cosecha obtenida en estos
campos ordena que sea entregada a Sissa. Solo entonces recibirá su recompensa.
El rey escuchaba lleno
de asombro las palabras del anciano sabio.
– Dime cuál es esa
cifra tan monstruosa –dijo reflexionando–.
– ¡Oh, soberano!
Dieciocho trillones cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y
cuatro billones setenta y tres mil setecientos nueve millones quinientos
cincuenta y un mil seiscientos quince (18.446.744.073.709.551.615) granos de
trigo.
El rey se quedó de
piedra. Pero en ese momento Sissa renunció al presente. Tenía suficiente con
haber conseguido que el rey volviera a estar feliz y además les había dado una
lección matemática que no se esperaban.
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